Uno de los sitios de arte rupestre más antiguos y ricos del mundo. Con un origen que se remonta 8,800 años, los murales prehistóricos de este conjunto de cañadas, barrancas y cuevas sorprenden por su calidad, conservación y monumentalidad. Desde 1993 es Patrimonio Cultural de la Humanidad.
La península de Baja California concentra uno de los repertorios más extraordinarios del arte rupestre del país. Permaneció casi inexplorada y aislada hasta muy avanzado el siglo XX, lo que mantuvo a los pueblos originarios relativamente ajenos a las influencias continentales, permitiendo el desarrollo de complejos culturales locales. Y, precisamente, uno de los rasgos más sobresalientes de la prehistoria peninsular es la producción masiva de arte rupestre desde tiempos muy remotos. La Sierra de San Francisco, que alcanza una elevación máxima de 1,590 m s. n. m. y tiene un área aproximada de 3,600 km², concentra los sitios más espectaculares y mejor conservados. Aquí se dieron condiciones óptimas para el desarrollo de grupos cazadores-recolectores desde el Pleistoceno terminal (10,000 años antes del presente) hasta el arribo de los misioneros jesuitas a finales del siglo XVII. A los valores estéticos de estas obras se suma la belleza del paisaje y la vegetación de los cañones y mesas. Los paneles pintados son muchos y muy diversos y su conservación extraordinaria. Sus artífices lograron generar esta imaginería, demostrándonos que sociedades de pequeña escala y economía de apropiación de alimentos (caza-pesca-recolección) fueron capaces de desarrollar sofisticados sistemas simbólicos, que reflejan en gran medida su cosmovisión. El estilo es esencialmente realista y está dominado por figuras humanas y animales terrestres y acuáticos diseñados en rojo, negro, blanco y amarillo. En muchas ocasiones, las imágenes son más grandes que el tamaño natural. La monumentalidad se acentúa por la frecuente ubicación de las pinturas en sitios muy elevados de las paredes y techos de los abrigos. La sobreposición de figuras es muy común. Abundan también los sitios de petroglifos, muchos de los cuales concentran miles de figuras individuales. Para describir estas pinturas rupestres, Harry Crosby, historiador y fotógrafo estadounidense, acuñó el término Gran Mural, el cual ganó una amplia aceptación. Las primeras referencias a los Grandes Murales se encuentran en los registros de los jesuitas del siglo XVIII. En 1894, Leon Diguet, un químico industrial que trabajaba en la mina de cobre francesa El Boleo, en Santa Rosalía, realizó exploraciones en las sierras de San Francisco y de Guadalupe. La investigación arqueológica desarrollada en esta sierra nos permite puntualizar que la práctica de pintar y grabar fue un fenómeno de larga duración de esencial importancia en la cosmovisión indígena. Cronistas y misioneros europeos describen unas cuantas prácticas rituales y los artefactos que eran utilizados en ellas. Algunos de estos artefactos han sido reconocidos en paneles rupestres, y también se encontrados en las excavaciones arqueológicas del sitio. Para proteger la integridad de la zona y evitar el deterioro de las pinturas, se han instalado andadores, barandales, cercos, senderos de acceso y señales informativas en los sitios Gran Mural más visitados (aquellos a los que se puede llegar en automóvil o en caminatas cortas), y hay que solicitar un permiso para hacerlo. Hay otros cuya visita también requiere un permiso y donde el recorrido se hace a lomo de mula o largas caminatas; en este caso es necesario acampar, lo que ocurre en parajes específicamente señalados para este fin. Existe un módulo de información del INAH en la ciudad de San Ignacio que cumple una doble función: cuenta con una Sala de Exposición Fotográfica y un Centro de Reservaciones y orientación para visitar la Sierra.