Gran urbe mesoamericana, emporio político, económico, comercial, religioso y cultural, cuya influencia llegó a lugares tan lejanos como Tikal. Por sus valores excepcionales, como los complejos de edificios monumentales, la pintura mural y los conjuntos habitacionales, la ciudad de Teotihuacán está inscrita en la Lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO desde 1987.
Es la ciudad más grande del México antiguo. Tuvo una población aproximada de 100,000 habitantes durante su apogeo (350-450 d.C.) y nos legó monumentos tan extraordinarios como las enormes pirámides, así como la admirable traza urbana (fue la primera ciudad de trazo geométrico en aquel mundo) y extraordinarias pinturas murales. Está inscrita en la lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO desde 1987. Capital de uno de los primeros estados, mantuvo relaciones comerciales y políticas que llegaban a confines lejanos: el norte árido de Mesoamérica (hoy Zacatecas), la península de Yucatán y las tierras altas mayas del Petén (Campeche y Guatemala). Tuvo una sociedad compleja y jerarquizada, donde la clase sacerdotal ocupaba la cúspide, seguida de una nobleza guerrera. Abajo se mantenían disciplinados los artistas y artesanos (algunos en los barrios de extranjeros, por ejemplo el de los zapotecas del actual estado de Oaxaca), los constructores, los mineros y la gran multitud de agricultores. Su comunidad se inició tres siglos antes de nuestra era con aldeanos del sur de los cinco lagos de la cuenca de México. Una característica de su arquitectura era la combinación del talud (la pared ligeramente inclinada por arriba hacia atrás) y el tablero (la pared vertical, con frecuencia ornada con diseños pintados). Para el siglo III d.C. habían construido la gran Pirámide del Sol, la hermosa Pirámide de la Luna y la Calzada de los Muertos: su organización daba ya para eso y mucho más. La ciudad se extendía sobre 20 km2. Sus rutas comerciales pronto alcanzaron los valles que rodean Monte Albán, Cholula y Matacapan (en el actual Veracruz), lo mismo que Kaminaljuyú y Tikal (ambos en la actual Guatemala), donde la influencia teotihuacana se hizo sentir en distintos ámbitos, entre otros la producción de cerámica y la arquitectura. De multitud de mercados, incluso muy lejanos, llegaban a la ciudad algodón, plumas preciosas, finas mantas, joyas de concha y caracol, chalchihuites (jade) y numerosas frutas y legumbres. Era el apogeo, corrían los siglos IV y V d.C. Sin embargo, al mediar el siglo VI d.C., un proceso de violencia se desató en la urbe. Su parte central resultó muy perjudicada, al parecer por sectores de la propia población. La gran ciudad, disminuida en mucho, conservó un papel preeminente en la región, pero hubo de compartirlo con otras. La decadencia prosiguió. En el siglo XIII arribaron del norte grupos de lengua yuto-azteca que, al pasar por allí, la encontraron abandonada, rodeada sólo por caseríos dispersos. Sus majestuosas construcciones, semiarruinadas, los llevaron a llamarla con admiración, en su lengua, “lugar de los dioses”, “lugar del endiosamiento”: Teotihuacán. No se sabe cómo la nombraron sus habitantes. Adoraron a Tláloc por la lluvia y la agricultura, a Huehuetéotl por el fuego, a Chalchiuhtlicue por el agua que corre, a Quetzalcóatl por la capacidad creadora y por la estrella de la mañana, a Quetzalpapálotl al parecer por la guerra y a Xipe Tótec por el maíz, todos ellos con apelativos que no han sobrevivido, diferentes de los nombres nahuas que prevalecieron. Creían en la pervivencia de los muertos y los sepultaban como para realizar un viaje, con ofrendas y atavíos. Pensaban que habían de durar siempre. Sin embargo ellos, su ciudad y su Estado estuvieron presentes del año 50 al 650 d.C. En 1675, el sabio novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora realizó una exploración en el edificio de base cuadrangular donde se tiende la escalinata de la Pirámide de la Luna. En la década de 1880 y en 1905, el antropólogo y arqueólogo pionero Leopoldo Batres, por instrucción del presidente Porfirio Díaz, realizó excavaciones y reconstrucciones cerca de la Pirámide de la Luna y en la Pirámide del Sol; además, fundó el primer museo de sitio. Tres nuevos proyectos de investigación, excavación y rescate (el mayor en la historia arqueológica nacional hasta entonces) se realizaron, a cargo ya del INAH, en 1962-64, y otros en 1980-82 y 1992-94. La tarea, interdisciplinaria, se mantiene. La zona arqueológica visitable abarca 264 hectáreas, donde se encuentran los principales conjuntos de estructuras y monumentos: La Ciudadela y el Templo de la Serpiente Emplumada, el Palacio Quetzalpapálotl y tres áreas departamentales con notables pinturas murales (Tetitla, Atetelco y Tepantitla). Dos museos de sitio complementan la visita y guían el aprendizaje y la curiosidad: el de la Cultura Teotihuacana y el Museo de Murales Teotihuacanos Beatriz de la Fuente, a los que se añade una sala de exposiciones temporales en el llamado “Ex Museo”. Pueden también admirarse piezas arqueológicas en el Jardín Escultórico. Vale mucho la pena visitar igualmente el jardín botánico junto al Museo de Murales Teotihuacanos.